La fiesta Gallega de Chimbote

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Hace cincuenta años, trescientas familias de marineros gallegos cambiaron las aguas del Atlántico por el Pacífico peruano. A algunos el Winnipeg los había salvado de los campos de exterminio y de la represión franquista; a otros los llamó el dinero rápido de la harina de anchoveta, que en aquellos años revolucionaba Chimbote.

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Barco de los emigrantes de Chimbote, bautizado con el nombre de una playa gallega
Chimbote es la ciudad a la que el novelista José María Arguedas consagró los últimos meses antes de suicidarse. Unos cuantos hicieron una pequeña fortuna lejos de los puertos de su infancia, pero casi todos tuvieron que volver cuando la sobrepesca y el calentamiento del océano dejaron las redes vacías

—Aprovecha, José, que esto se acaba.

—¿Y por qué se va a acabar?

—Porque hay una extensión grande de anchoveta muerta.


Ha pasado casi medio siglo de esta conversación pero José Chouciño todavía recuerda la advertencia de uno de los americanos empleados en las fábricas de harina de pescado de Chimbote (Perú): los años dorados de la pesca de anchoveta iban a acabarse porque el pez estaba muriendo en el mar. Había que aprovechar para exprimir hasta la última gota del océano antes de que eso sucediera y el puerto perdiera el brillo y el imán de marineros pobres llegados de todo el mundo.

Hoy José Chouciño es un señor de 77 años que pasa tranquilo los días de su jubilación en Malpica (Costa da Morte, Galicia). Aquí nació y aprendió a ser marinero, pero entonces, a finales de los años sesenta, cuando ya se adivinaba que algo pasaba con la anchoveta porque cada día había que ir a buscarla más adentro y más al sur, Chouciño era un inmigrante gallego bien establecido en la costa peruana y dueño de un barco, Virgen de Begoña, a medias con un compañero vasco.

Allá, en Chimbote, el mar era generoso y ponía los dientes largos a cualquier joven de la Galicia de la posguerra que soñara con tener un barco. “Te ibas, depende de dónde estuviera el banco de peces, a las tres o las cuatro de la mañana, y regresabas cuando ya habías cargado todo. Ya entonces usábamos unos absorbentes y se cargaban cien toneladas en media hora”, explica José en una cafetería de Malpica, en una mañana fría y oscura de invierno.

A través del ventanal se ve el puerto y, a sus pies, las calles en pendiente que serpentean hasta a A Atalaia, el punto más alto, un barrio de casas de colores que parecen desafiar al Atlántico. “Como teníamos mucho litoral, íbamos a pescar al sur, cerca de la frontera de Chile, porque en el norte… venían barcos de todo el mundo a cargar a Chimbote, había una demanda tremenda.

Cuando llegué, la gente se bañaba en la playa limpia, después ya había que ir a otras más abiertas. En algún momento la temperatura del agua mató a la anchoveta”, prosigue este marinero que antes de Chimbote probó suerte en Montevideo, junto a Argentina el destino más habitual del nutrido éxodo gallego anterior a la Guerra Civil.


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En Chimbote vivieron unas trescientas familias de la zona da Costa da Morte y casi todas regresaron después del temblor. La ciudad se convirtió en la primera exportadora mundial de harina de pescado y los ingresos por esta actividad generaron hasta 35% de las divisas nacionales. Su población se triplicó en diez años; a principios de la década de los setenta ya superaba las 150 mil personas.

Pero Chouciño había oído hablar de Chimbote, aquel puerto peruano que se expandía renunciando al pescado para consumo humano y echándose a los brazos de la harina de pescado, la materia prima de los piensos que querían países de todo el mundo. Su visita fue fructífera, porque el día después de llegar a Perú José ya tenía trabajo en el barco de un primo.

No regresaría a Galicia hasta principios de los setenta: el mar ya no era el mismo, un terremoto había devastado la ciudad y la estatización de la pesca promovida por el general Velasco Alvarado dio al traste con los beneficios de los españoles.

En Chimbote vivieron unas trescientas familias de la zona da Costa da Morte y casi todas regresaron después del temblor. La ciudad se convirtió en la primera exportadora mundial de harina de pescado y los ingresos por esta actividad generaron hasta 35% de las divisas nacionales. Su población se triplicó en diez años; a principios de la década de los setenta ya superaba las 150 mil personas.

José Chouciño fue uno de los muchos emigrantes económicos que dejaron Galicia después de la guerra, reclamados por redes familiares o vecinales que les acogían y les ayudaban a buscar empleo. Éste es el sistema que funcionó también en la Costa da Morte cuando los marineros miraron hacia Chimbote, pero entre ellos hubo viajeros más accidentales.

Mucho antes de que a Chouciño lo pusieran al tanto de que la bonanza tocaba a su fin, a las costas del Pacífico peruano llegaron gallegos salvados de los campos de exterminio nazi; el milagro lo obró el Winnipeg, que navegó hasta Valparaíso con al menos diecinueve hombres huidos de Galicia por su significación política y sindical en la etapa republicana.

Casi todos acabaron en Chimbote por intermediación de Benigno Lago, un vecino de Corcubión —también en la Costa da Morte— que había levantado todo un emporio en los años cuarenta gracias a las conservas de atún.

Antes de subirse al célebre barco fletado por Pablo Neruda, los fugados habían dejado Malpica a escondidas en tres lanchas motoras en 1937 y 1938, ya iniciada la Guerra. Esta épica de la huida a bordo de Ciudad de Montevideo, San Adrián y Rocío ha sido estudiada por historiadores como Dionisio Pereira y Francisco Xavier Redondo Abal, que buceó en el jugoso Expediente Armesto en su obra O mar e a memoria (2012).

La investigación repasa una serie de informes redactados por un teniente de la Guardia Civil enviado ex profeso a Malpica para investigar a los desafectos del bando fascista, que a pocos días del golpe de Estado ya controlaba la localidad.

Uno de los afortunados que encontró refugio en el Winnipeg fue Ramón Arcay Novo, un marinero vinculado a la CNT de Malpica desde antes de la guerra en una reivindicación histórica los trabajadores del mar: la construcción de un puerto que sirviera de abrigo ante la inclemencia de los temporales de la Costa da Morte.

Arcay fue uno de los once hombres que en la noche del 28 de junio de 1937 escaparon de Malpica en la lancha Ciudad de Montevideo. Tres días después llegaron a la Bretaña francesa. El viaje por el Atlántico en aquella cáscara de nuez que era Ciudad de Montevideo le permitió a Arcay entrar después en Barcelona, zona republicana, y trabajar en el cuerpo de carabineros del mar.

Pero ya terminada la guerra, su libertad la logró como pasajero del Winnipeg. En el vapor también viajaba Bernardino Garrido Carrillo, al que el Expediente Armesto califica de “persona peligrosa” y “cabecilla de cuantas algaradas políticas y sociales hubo en el pueblo de Malpica”. Dos traineras de la familia de Carrillo, Rusia y Lenin, fueron incautadas por los sublevados fascistas como respuesta a aquella huida.

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Fiesta de marineros de la Costa da Morte en Chimbote
“Nunca se habló mucho de ese tema. De mis abuelos pocas noticias había, se estableció en Chile y tuvieron sus familias chilenas allá”, cuenta Luis Novo, chimbotano de nacimiento y nieto del fugado Ramón Arcay. José Novo, su otro abuelo, el paterno, también llegó a Chile por la misma vía después de huir de Malpica a bordo de la lancha Rocío en 1938.

De alguna forma, la familia descompuesta por la fuga condujo a la generación que quedó en Galicia a un destino muy próximo al de los padres. Ramón Arcay se asentó en Iquique, al norte de Chile. En el país de Neruda pasó también el resto de sus días José Novo. Sus respectivos hijos gallegos, por entonces novios, emigraron a Montevideo, pero sabían que en las costas del Pacífico había una colonia de Malpica a la que le iba muy bien en el mar, así que cuando decidieron visitar Chimbote ya no quisieron volver a Uruguay. Su nieto Luis habla ahora con cierta nostalgia de Illas Sisargas, Atalaia y los dos San Adrián, los cuatro barcos con los que su padre faenó en aguas del Pacífico en busca de la valiosa anchoveta.

Después de la miseria de la guerra, a finales de los cincuenta echaba a andar una nueva época: los gallegos llegaban a Chimbote en avión, arrastrados por la buena fortuna de otros, que de marineros rasos en Malpica se convertían en armadores en la otra punta del mundo. El boca a boca los ilusionaba. “¡Aquí había que trabajar mucho y de allá te hablaban maravillas, te decían que se ataban los perros con longaniza!.. Un padre que tuviera un hijo de diecisiete o dieciocho años le decía ‘Lárgate, hijo’. Pero la realidad era muy distinta, llegabas y si te iba mal te daba vergüenza volver. Yo me muero aquí pero no regreso, pensabas”, admite José Chouciño, que no se arrepiente de aquellos años. Casi nadie lo hace, dice. “Cómo te vas a arrepentir, si esto era una calamidad”.

El refugio chimbotano pasó a ser objeto de deseo de los que querían ganarse el pan lejos de los saturados barcos de bajura de Malpica, que en los primeros años de la dictadura franquista podían llevar a bordo a más de treinta hombres que luego se repartían beneficios raquíticos.

Desde Chile, Garrido Carrillo pasó a Chimbote y en 1953 reclutó a su sobrino José Garrido, que entonces era un chico de dieciocho años consciente de la tragedia familiar pero también del golpe de suerte que había llevado a su pariente a aquella tierra prometida que era entonces la ciudad peruana. “Aquí en Malpica me sería muchísimo más difícil tener un barco en propiedad”, compara José, que tiene ahora 78 años y que volvió a la tierra de sus padres en 1964, mucho antes de lo que tenía pensado, debido a la enfermedad de un hijo. Su embarcación, Mar del Norte, cargaba 110 toneladas de pescado —las más grandes superaban las 200— y, aunque al principio sus marineros combinaron la captura de anchoveta con otras especies los beneficios más suculentos de ésta la convirtieron en exclusiva.

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Después de la miseria de la guerra, a finales de los cincuenta echaba a andar una nueva época: los gallegos llegaban a Chimbote en avión, arrastrados por la buena fortuna de otros, que de marineros rasos en Malpica se convertían en armadores en la otra punta del mundo. El boca a boca los ilusionaba.

“Al principio Chimbote era una pampa con platanales y un hotel muy antiguo al que llamaban Chimú, de categoría. Era muy poca cosa. Cuando regresamos a Galicia vivían allí casi 200 mil personas. Había catorce o quince plantas de harina, mil barcos por lo menos. Todo eso fue atrayendo emigrantes de todas partes”. Humberto Verdes, de 87 años, es uno de los marineros de más edad de aquella generación. Dejó Malpica en 1952, así que puede hablar de aquel Chimbote en transformación de mitad de siglo, la ciudad que descubría la pesca industrial, la degradación paisajística y el nacimiento de un gran cinturón de pobreza en las barriadas informales que nacían como setas al calor del puerto.

También de aquella ciudad extravagante de la fiesta continúa, la que gastaba por la noche todo lo ganado durante la jornada para volver a empezar al día siguiente. El primer año en Perú Humberto Verdes lo pasó trabajando en una planta de harina propiedad del compatriota Benigno Lago en La Boquita, pero en cuanto consiguió un barco a medias con un tío se fue a Chimbote.

En la zona noble de la ciudad, el Malecón Grau, acordó con otros marineros gallegos la creación del Casino Español, un centro de reunión que funcionaba como un club y que se convirtió en una pequeña Costa da Morte en el seco litoral del pacífico peruano. La anchoveta seguía llenando las fábricas y los gallegos, que poco a poco se convirtieron en propietarios de flota, empezaron a codearse con las élites locales. La distancia con los moradores de barriadas colgadas de los cerros era ya abismal y, como mucho, se atajaba con paternalismo.

Aunque pudiera parecerlo, Luis Banchero Rossi, el amo y señor de buena parte de las pesquerías que trituraban la anchoveta del Pacífico, no fue un personaje de ficción. El gallego Humberto Verdes lo recuerda vendiéndole aceite para sus lanchas y como dueño de un barco bonitero, todo eso antes de que levantase un emporio de fábricas de harina, astilleros y plantas de conservas que lo hicieron millonario.
“Me venía a buscar, porque no tenía coche ni tenía nada yo, de madrugada, para que cuando yo viniera con el pescado se lo entregara a él primero, y yo, por agradecimiento, se lo vendía”, cuenta Verdes de sus tratos con este químico peruano de orígenes humildes, asesinado en circunstancias poco claras en 1972.

José María Arguedas, el retratista del choque brutal entre la sierra y la costa que no lograba absorber tanta mano de obra, fabricó a partir de Banchero un personaje literario, Braschi, una suerte de ser supremo —y mafioso— que manejaba los hilos de Chimbote a su conveniencia en la novela El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971).

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José Chouciño juega al dominó e la Casa do Pescador de Malpica, © Silvia Mella
La ciudad era una máquina feroz de hacer dinero. No existía el descanso cuando se trataba de sacarle beneficio al mar. “Nosotros trabajábamos todos los días, todo nos parecía poco. El que más podía, más daba”, explica Verdes mientras muestra un álbum de fotos repleto de fotos familiares de excursiones a la playa, reuniones en el Casino amenizadas por cantantes de copla y fotos de fiestas en las que aparece Ángel San Briz, el diplomático que se hizo célebre por otorgar, por su cuenta y obra, pasaportes españoles a los judíos de Budapest amenazados por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Aquel puerto, “la gran zorra”, consumió los últimos días de José María Arguedas, que hizo realidad sus avisos de suicidio en 1969, antes de terminar la obra que convirtió a Chimbote en personaje literario y símbolo de la degradación de una modernidad mal comprendida. “Es la ciudad que menos entiendo y más me entusiasma”, confesaba el autor en la parte de la novela que funciona como diario íntimo. El personaje de Braschi, sin embargo, no parece tener problemas para definir la vorágine industrial del puerto: “De noche estas máquinas, nuestros muelles y las bolicheras tragan anchoveta y defecan oro, ¿eso es vida, no?”

Banchero Rossi no es el único protagonista de la fiebre de la anchoveta que Arguedas usó en su novela. Humberto Verdes, cuenta, sin saberlo, una anécdota real de uno de los personajes más inquietantes de El zorro de arriba y el zorro de abajo, el Loco Moncada: “Fue el que le mordió la nariz a Hortensio, un chofer que teníamos nosotros para un camión.

Iba a la playa todos los días y Hortensio le llamó la atención, porque cogía pajaritos de la playa y les hacía casitas por la calle. Le dijo no seas tonto, ¡andas haciendo cojudeces! Se agarraron y el otro le metió los dientes a la nariz.

Era muy popular. Era bohemio, iba a la descarga de los barcos de bonito, pero bebía”. El Loco Moncada es en la novela un predicador al que nadie presta atención; clama contra los gringos, contra el capital extranjero que reina en la ciudad, y pierde la cabeza porque Chimbote también parece haberla perdido.

De alguna manera, los presagios de destrucción del personaje de Arguedas se hicieron realidad en mayo de 1970. El último día del mes un terremoto de magnitud 7,9 —una de las más altas desde que existen registros—, sacudió Chimbote y provocó un aluvión de rocas del Nevado Huascarán que mató a decenas de miles de personas. La tarde del seísmo la URSS jugaba el partido inaugural del Mundial de fútbol contra el anfitrión, México, y Manuel Verdes, un primo menor de Humberto y como él, marinero de Malpica, había rechazado la invitación de una amiga para ir al cine en sesión de mañana.

Al llegar a casa sentí sacudirse el techo y de repente ¡el fin del mundo! Nada más salir, se vino todo abajo. El mar hervía. Echaba faroles hacia arriba. Las réplicas duraron dos meses y estuvimos durmiendo en la calle todo ese tiempo”. A la destrucción material del temblor se sumó la nacionalización de la pesca durante la dictadura militar de Juan Velasco Alvarado, que limitó la participación de las empresas extranjeras —controlaban alrededor de un tercio del sector— en el rifado pastel que era la bahía de Chimbote.

También a partir de esa fecha la anchoveta empezó a fallar. Los años en los que los barcos volcaban por el peso del pescado iban quedando atrás y, en un goteo continuo, los malpicanos emprendieron el camino a casa. Manuel aguantó hasta 1973 en Perú y ya en Galicia probó suerte en la marina mercante. En la Casa do Pescador, el local frente al puerto al que van los jubilados del pueblo a pasar las horas muertas, a los marineros retirados no hay que tirarles mucho de la lengua para que cuenten por dónde han viajado.

“Yo estuve en el mundo entero, me faltó Australia. Aquí en Malpica no nos rajábamos para nada”, presume Manuel, que viene de vez en cuando a jugar a las cartas o al dominó. Malpica sigue viviendo alrededor de su puerto, aunque hasta el otro día, antes de que el paro en España escalase a niveles desorbitados, encontrar a gente que quisiera embarcar era un dolor de cabeza para los armadores.

La huella de Chimbote en Malpica es cada vez más difusa, pero aún es posible tomar un café en el bar Humboldt, hoy regentado por descendientes de emigrantes en Perú y bautizado con el nombre de la corriente de agua fría que permitió aquellos grandes bancos de anchoveta de la década de los sesenta.

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“Es la ciudad que menos entiendo y más me entusiasma”, confesaba el autor en la parte de la novela que funciona como diario íntimo. El personaje de Braschi, sin embargo, no parece tener problemas para definir la vorágine industrial del puerto: “De noche estas máquinas, nuestros muelles y las bolicheras tragan anchoveta y defecan oro, ¿eso es vida, no?”

Hace unos años, Teresa García Domínguez, historiadora del Archivo Galego da Emigración e hija de un marinero de Corcubión también emigrado a Chimbote, encontró en una hemeroteca un documento familiar valiosísimo publicado en la prensa en 1970: su foto de niña, acompañada por sus padres, antes de ser repatriados de Perú poco después del terremoto. “Estas gentes humildes, pescadores muchos de ellos, han dejado en las costas del Pacífico una existencia de trabajo que prometía un futuro mejor.

El desastre sísmico ha borrado esperanzas”, dice un breve texto bajo la imagen. Otra hija de marineros, Ana Chouciño, conserva otra pequeña joya sobre la ciudad que la vio nacer, una antología de cuentos protagonizada por el Chimbote de la anchoveta y la harina de pescado: Sobre las olas. Selección de narrativa chimbotana [Río Santa Editores, 2000].

A Chouciño, que hoy es profesora de Literatura en la Universidad de Santiago de Compostela, le ha llamado mucho la atención un relato muy breve, Pobre cocho Juancho, de Marco Merry Salazar, que narra las desventuras de uno de los últimos pelícanos de Chimbote, un animalito nostálgico que se ha quedado solo porque la anchoveta, su principal sustento, ha ido a menos y las aves han abandonado la bahía.
La desgracia de Juancho, “uno de los poquísimos pelícanos que aún quedan en Chimbote desde que desaparecieron junto con las anchovetas por la explotación del mar que hicieron las fábricas de harina y las conserveras de pescado”, muestra un problema real del puerto en decadencia: la anchoveta, el pez clave de la corriente de Humboldt, empezó a sufrir los cambios de temperatura y la explotación constante.

Su merma pasó al siguiente eslabón de la cadena, las aves guaneras de la costa peruana. En otros tiempos, recuerdan los marineros, no había más que seguir las aves para saber dónde estaba el banco de peces; localizados, una potente manguera los absorbía hasta que la lancha no daba más de sí. Algunas embarcaciones se cargaban tanto que acababan hundiéndose y arruinando al armador.

Le sucedió a Paco Panchés, de 86 años, vecino retornado a Corcubión tras años de trabajo en Chimbote. Su casa gallega sigue adornada con recuerdos traídos de Perú.

“No hay país como ese”, mantiene.


Mandiá, D. (2013, Agosto). La fiesta gallega de Chimbote “No hay país como ese”.
Revista Replicante.

https://revistareplicante.com/
 
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